domingo, 31 de marzo de 2013

Un Paisano.

(I)
Se había imaginado el lugar varias veces, sobre todo en la noche, esperando la llegada del sueño mientras se mecía tranquilamente en la hamaca, al compás de la brisa costeña. 

Nunca antes había estado en ese nuevo lugar, y de lo que le contaban sus hermanos mayores tomaba elementos para ir formando una imagen en su mente. Elías se consideraba un muchacho valiente y decidido, osado como la mayoría de los de su edad; sin embargo, no dejaba de sentir algo de temor ante el destino incierto que le esperaba, mismo que amenazaba con romper su frágil y artificial equilibrio interno.

Ahora se encontraba frente a frente, sin intermediarios, ante la puerta de entrada de La Escuela: una reja negra que ostentaba orgullosamente, labrado en metal y con chapeado dorado, el escudo de La Institución. Atravesó rápidamente y no sin algo de temor la vía ferroviaria que hacía algunas décadas fuera el único medio para llegar a aquella universidad (cuando todavía estaba bajo el severo y espartano mando militar).

El día era gris y en cuanto traspasó la reja, comenzaron a caer algunas gotas. Aceleró el paso y podía observar cómo pasaban fugazmente frente a él decenas de estudiantes similares. Algunos de los que aparecían eran estudiantes veteranos, muy parecidos a sus hermanos mayores en las maneras de hablar y vestir. En cuanto llegó al Edificio Principal y pudo ponerse a salvo de la ahora tormentosa lluvia, comparó aquella escuela en la que ahora se encontraba como una especie de fábrica de productos en serie, generando cientos y cientos de individuos similares entre sí, sin importar cuál hubiera sido su personalidad original. Se imaginó como sería cinco años más tarde: más alto, más fornido y con bigote. Tan parecido a sus hermanos. Le agradaba la idea… a pesar de todo, se convertiría en un ingeniero respetable, con la carrera terminada, y el éxito casi asegurado.

De repente, Ella estaba ahí, acababa de llegar al mismo lugar en el que Elías se encontraba, buscando refugio de la fuerte lluvia. Iba seguida de sus amigas y todas reían alegremente, divertidas al darse cuenta de que sus cabelleras estaban hechas un perfecto desastre. Por las carpetas de color azul y los tarjetones rosas (las que permitían la entrada a los comedores), se dio cuenta de que todas aquellas jovencitas  eran también alumnas recién llegadas a la escuela; pero Ella era la más bonita.

Él sintió un poco de remordimiento al recordar que había dejado una novia en el pueblo, pero… ¿qué más daba? Ambos sabían que las promesas de amor que se habían hecho el día de la despedida pronto serían olvidadas. Cuando el autobús salía de la terminal, vio muy claramente a través de los cristales como aquella muchacha se dejaba tomar por la cintura del pretendiente más terco que había tenido desde la telesecundaria; al autobús se detuvo un momento y el trío quedó mirándose entre sí unos instantes antes de que se reemprendiera la marcha y el transporte se alejara lentamente.

La muchacha que tenía frente a él, contrastaba mucho con la de sus recuerdos. Aquella era morena; ésta, de tez clara. La del pasado tenía trenzado su negro y largo cabello, la actual tenía hermosos rizos rubios que le llegaban a los hombros. La otra tenía ojos café obscuro y ésta los tenía azules. “Me falta conocer mundo”, pensó Elías. Con un poco de suerte y decisión lograría llamar su atención… algún día no muy lejano. La llovizna no cesaba, aunque su furia ya había disminuido un poco. Era algo muy bonito observar cómo los rayos de sol que iban saliendo de entre la barrera de nubarrones iluminaban a aquella muchacha en particular.

Pensó en acercarse y entablar conversación con ella, pero no le agradaba la idea de enfrentarse a sus demás acompañantes, “cacatúas”, pensó. A lo mejor tendrían que hacer juntos alguno de los trámites de inscripción. Ése sería el mejor momento para llevar a cabo su conquista.

-          ¡Paisano! ¿Donde andaba, pues? Lo perdí desde la terminal, ya me tenía con pendiente –Observó uno de los compañeros de Elías, sobresaltándolo.

El joven era amigo de su hermano mayor, que había ido con él, en calidad de acompañante a petición de sus padres, pues nunca se sabe lo que puede ocurrir por estos lares, tan cercanos a la infernal y malvada ciudad capital.

-          Ya lo ve, llegué solo –Respondió el muchacho, no sin cierto orgullo (que su interlocutor en su sobreprotección, afortunadamente no notó).

-          Vamos entonces a que le asignen su cuarto. Arreglé todo para que pueda vivir en la sección con los paisanos –informó el otro, haciendo gala de confianza mientras colocaba su mano sobre el hombro del muchacho.

-          ¿Pues éste qué se siente? –Se preguntó molesto, sintiéndose casi arrastrado hacia el internado, mientras el calzado de su acompañante (botas de piel de cocodrilo con suelas como de tractor) sonaban huecamente al chocar con las baldosas del piso.

Elías miró hacia atrás para ver si la chica seguía ahí, pero desafortunadamente, nadie estaba ya en ese lugar.


(II)
Minutos después abría la ventana del tercer piso y miraba a la agente caminar apresurada hacia quién sabe dónde. Docenas de estudiantes de primer ingreso, muchos de ellos acompañados por sus padres, sobre todo las muchachas, iban y venían de un lado a otro. Pequeñas hormiguitas buscando sus refugios.

-          “Viejas apretadas” masculló el paisano no sin cierto resentimiento, después de escupir contra el suelo del cuarto. Volteó a mirarle y dijo: -Así son las cosas aquí, amigo. Váyase acostumbrando a no encontrar hembra durante los próximos años de su vida.

Elías recordó a la joven de tez blanca y pensó que el amigo de su hermano estaba ligeramente amargado después de cinco años de estancia en aquella habitación. A él no le pasaría lo mismo.

Llegó la hora de la cena y el paisano no dejaba de cuidarle. La rubia estaba dos mesas delante de él y charlaba alegremente con sus compañeras de mesa. La morena siempre había sido muy reservada y apenas si pronunciaba frase alguna cuando estaba con él. No fue sino hasta después que se acostaron en la casa abandonada del monte cuando ella empezó a hablar un poco, apoyando su cabeza en el obscuro y lampiño pecho de él. Bien que le habían dicho sus cuates que “esa morra era una mosquita muerta” pues la muchacha perdió toda inhibición en cuanto estuvieron desnudos y se hicieron caricias que le produjeron sensaciones que jamás se hubiera imaginado.

(III)
Una semana había transcurrido desde que Elías viera por última vez a aquella bonita muchacha, no la habían asignado en su grupo académico ni tampoco habían hecho juntos algún trámite de inscripción. Por lo menos ya se había librado de su molesto y amable acompañante desde hacía tres felices días. Estaba en completa libertad, nadie a quién rendirle cuentas de sus actos, ni horas fijas para llegar a dormir; de hecho, en su tierra natal, sus padres nunca se portaron estrictos con él, pues había sabido jugar su papel de niño bueno, y las cosas iban a cambiar bastante.

Una de las cosas que más le habían llenado de orgullo fue cuando se descalzó del par de gastados huaraches que traía puestos para enfundar sus oscuros pies en sus hermosas y relucientes botas norteñas, símbolo de distinción y popularidad en aquellos lejanos parajes. Tiró a la basura el antiguo sombrero de palma que le acompañaba desde hacía ya algún tiempo y fue sustituido por uno más soberbio, de ala ancha. La amplia y dorada hebilla de su cinturón con el grabado de una herradura le sentaba a la perfección en su pantalón vaquero de marca importada, haciendo juego con su pulcra camisa a cuadros rojos y azules. Ya no habría ningún problema en su aceptación social.

Para celebrar la consolidación de nuevas amistades, los nuevos amigos se pusieron a tomar unas cuantas latas de cerveza (bien frías) mientras platicaban gustosa y animadamente sobre las muchachas que más les gustaban de la escuela. Cada uno procedía de diversos lugares de la república y algunas veces ciertas palabras tenían diferentes significados para cada quién. Él les habló de la chica que más le gustaba, y al parecer la mayoría también la había visto y deseado secretamente para sí.


(IV)

Al otro día, Elías despertó algo confundido y con un ligero dolor de cabeza, aunado a un ligero escozor en la garganta reseca; aquella noche había soñado con ella, y con un ligero suspiro lamentó que todo no hubiera sido más que una emisión nocturna; pero las circunstancias acudieron en su ayuda: aquél ángel de cabellos dorados era hermana del bato más inteligente del grupo, por demás excesivamente delgado y con lentes de carey que resaltaban su aire de intelectual antipático. Afortunadamente, Elías se llevaba bien con ese matado (y además, le convenía, pues le podía copiar la tarea de Álgebra I). Se hicieron las presentaciones de rigor y por medio de su nuevo colega se enteró de que había obtenido un punto a su favor: le había agradado a la chica. Su plan consistía en que en menos de una semana, serían novios. En pocos minutos habían quedado sepultadas en el pasado las novias traicioneras y fáciles, al igual que los paisanos amargados y resentidos.

Era interesante escuchar en la madrugada los lamentos y gritos de los estudiantes borrachos, que gritaban sus traumas y sentimientos reprimidos a todo pulmón. Se oían desde declaraciones de amor entre hombres y muchachos hasta maldiciones contra los profesores más estrictos de la institución; aunque al afortunado Elías aquella noche eso no le importaba en lo más mínimo. Acababan de pagar la beca y haciendo una colecta voluntaria, podrían irse de parranda y nadie los regañaría en absoluto. Además, sus dos compañeros de cuarto habían salido por una semana de viaje de estudios y tenía la habitación para él solo y su ahora novia.

“Las mujeres son parecidas en ciertas cosas”, pensó.

Claro que no le contarían lo que iba a pasar a nadie, y mucho menos al hermano genio y burla del grupo, pues éste podría molestarse y dejarlo de ayudar con sus factorizaciones de Álgebra. La güerita ya no era virgen y tampoco opuso mucha resistencia al cortejo. ¿Qué más podría pedir el chico a sus 16 años? Para ser nuevo, comenzaba su carrera con mucha suerte.


jueves, 28 de marzo de 2013

Agua Mineral


(I)

Albino Nolasco se encontraba sentado en una de las mesas de un café al aire libre, vestido al estilo hipster. Luego entró Pineda, vestida con traje sastre. Tomó asiento frente a él.

— ¡Albino!

— Que hubo, Andrea.

Se saludaron de besito en la mejilla.

— Hubiera llegado antes, pero había demasiado tráfico —Dijo ella.

— Ni te preocupes, no tiene mucho rato que llegué.

Nolasco encendió un cigarro. En eso, entró una vendedora de flores.

— Flores, flores para los amores.

Ambos la ignoraron.

— Se ve que te ha ido bien. —Observó él.

— Pues me ha ido, como dicen las clases populares, “dos—tres”.

— A mí más bien me ha ido “tres que dos”.

— ¿Cómo? —Inquirió Pineda.

— Bueno… doy asesorías en una preparatoria abierta. “Textos filosóficos y similares”. ¿Y tú, en qué andas?

— Soy asesora en las oficinas del gobernador.

— Es bueno saber que no has perdido tus ansias de difundir la cultura. Siempre admiré eso de ti.

— En realidad, soy asesora administrativa, pero pagan bien.

— Oh.

— Pero es bueno saber que tú sí estás transmitiendo el conocimiento —Repuso Pineda. —Si te contara de otros compañeritos…

— ¿Por qué, qué pasó con los demás?

— Es que todavía no te he platicado de mi proyecto. Pienso escribir una especie de crónica.

En eso, entró un camarero, quien le sirvió a Albino un vaso de agua mineral.

— Refresco de cola, light… por favor.

El mesero asintió, silencioso. Luego se fue a la cocina.

— ¿Qué me decías de tu proyecto? — retomó Nolasco.

— Voy a escribir una historia sobre nuestros amigos de la universidad. Tú sabes, lo que ha pasado con cada uno de nosotros después de terminar la carrera. Por eso estoy re contactando a los compañeros. Y me he enterado de cada cosa… ¿te acuerdas de Monsalvo, el que sentíase poeta maldito?

— Ajá…

— Pues ahora resulta que vende enciclopedias de casa en casa.

Albino estuvo a punto de escupir por la nariz su soda.

— Bueno, a su manera, él también está haciendo algo por la cultura.

Entró la vendedora.

— Flores, flores para los muertos…

Y así como llegó, la florista se fue. Nolasco rompió el silencio.

— Cuando me hablaste por teléfono, pensé que era para reconsiderar…

— ¿Lo nuestro?

— Sí.

— Habíamos quedado en que eso “ya fue”. Además, ya estás casado, ¿no?

— ¿Cómo lo sabes?

— Aunque te quitaste el anillo, tienes esa zona marcada con más claridad que el resto del dedo. —Observó Pineda.

— Podría ser… ¡el anillo de graduación!

— Mejor cambiemos de tema…

En eso, entró de nuevo el mesero, con un refresco dietético de cola sobre la charola. Le sirvió a Andrea y luego se fue.

— Aún así… ¿quieres que regresemos? — inquirió Pineda.

— Ya he sido muy obvio. Y tus brillantes deducciones a lo Agatha Christie no ayudan.

— No era mi intención ofenderte.


(II)

Nuevamente, Albino se encontraba sentado en una de las mesas del café al aire libre de la vez anterior. Llegó Andrea.

— Perdona que nos hayamos podido ver hasta hoy. Ya sabes, el gobernador y sus giras nos traen de cabeza. —Pretextó ella.

— Me imaginaba algo por el estilo. Ya pedí tu refresco.

— ¿Ya?

— Light, de cola.

Pineda, asintiendo, sacó un cigarrillo; dio una bocanada y exhaló. A guisa de explicación, aclaró.

— En cuanto mi secretario me dijo que hablaste, te devolví la llamada. Es que ella tiene la manía de disque “priorizar” mis asuntos.

— Es que ya eres importante… dijo Nolasco.

— Yo creo que todos somos importantes. De una forma u otra. Eso es lo que quiero reflejar precisamente en mi proyecto…

— De eso quería hablarte. No quiero salir en tu novela.

En eso, entró el Camarero, con un vaso de agua mineral y otro de refresco de cola, light. La pareja enmudeció mientras el otro estaba presente. Luego se regresó al interior del café. Fue entonces cuando Albino se levantó y dijo en voz alta:

— Andrea, obsérvame detenidamente… ¡Observa con atención al fracasado en el que me he convertido! ¿Crees que esa es la imagen que yo quiero que mi hijo tenga de mí?

— Yo nunca dije que fuera a retratarte como un fracasado… ¡Al contrario, creo que eres de las pocas personas que se han preocupado por entrarle de todo corazón a la docencia y…

— ¡Esos son eufemismos, eufemismos enfermos!

— Lo que pasa es que a ti siempre te ha gustado ir en contra de la corriente. —Señaló Pineda.

— Y como tú ya estás socialmente adaptada, ¡me dejaste!

— ¡No, no, no otra vez! Creí que ya habíamos superado esa etapa.

Carlos explotó.

— Pues ya ves que no. ¡Yo no! ¿Y sabes cuál es la diferencia entre tú y yo? ¡Qué tú tomas refrescos de cola y yo agua mineral! —.

— Francamente, no comprendo.

— ¡Pero si es muy claro! Tú le haces juego al imperialismo yanqui, consumiendo sus productos…

— ¿Y el agua mineral que tú tomas? ¿No también forma parte del “imperialismo yanqui”? — Argumentó Pineda.

— Déjame decirte que la marca que yo pido es producida por una cooperativa del país. ¡Yo sí soy fiel a los ideales!

— Albino, no me juzgues así… a lo mejor sí estoy vendida ya al sistema… ¡pero, yo hago también lo que puedo! ¿Por qué crees que quiero, necesito, escribir mi novela? ¡Yo también tengo las mismas inquietudes que tú! En el fondo, seguimos profesando los mismos ideales, ¡pero cada quién lo hace a su manera!

— Tal vez en el fondo, lo único que me pasa es que te tengo envidia. Discúlpame.

Hubo unos instantes de incómodo silencio. Andrea rompió el silencio.

— ¿De verdad no quieres salir en mi crónica?

— No lo sé, voy a cumplir cuarenta años y no paso de perico—perro.

El abatimiento que invadía el ánimo de Nolasco era demasiado notorio.

— ¿Quieres que vayamos a otro lado? ¿A mi casa? — Dijo Pineda.

— ¿Y qué tal si mientras charlamos bebemos algo? ¿Y si ese “algo” nos emborracha? ¿Y si terminamos en la cama? ¿Y si nos terminamos haciendo amantes? ¿No tienes miedo de lo que pase?

En eso, apareció de nuevo la vendedora de flores, quien sutilmente les dejó una nota:

“Lo que tenga que pasar pasará… y por si no lo sabían, por cada producto que consumen en esta cafetería, un niño muere en las fábricas de trabajo esclavo en China… pues el dueño de este negocio trafica muñecos de peluche; el local es sólo una fachada”.

Albino y Andrea sólo se quedaron, mirándose mutuamente, pensativos.