(I)
Albino Nolasco se encontraba sentado en una de las mesas de un café al aire libre, vestido al estilo hipster. Luego entró Pineda, vestida con traje sastre. Tomó asiento frente a él.
— ¡Albino!
— Que hubo,
Andrea.
Se saludaron de
besito en la mejilla.
— Hubiera llegado
antes, pero había demasiado tráfico —Dijo ella.
— Ni te
preocupes, no tiene mucho rato que llegué.
Nolasco encendió
un cigarro. En eso, entró una vendedora de flores.
— Flores, flores
para los amores.
Ambos la
ignoraron.
— Se ve que te ha
ido bien. —Observó él.
— Pues me ha ido,
como dicen las clases populares, “dos—tres”.
— A mí más bien
me ha ido “tres que dos”.
— ¿Cómo?
—Inquirió Pineda.
— Bueno… doy
asesorías en una preparatoria abierta. “Textos filosóficos y similares”. ¿Y tú,
en qué andas?
— Soy asesora en
las oficinas del gobernador.
— Es bueno saber
que no has perdido tus ansias de difundir la cultura. Siempre admiré eso de ti.
— En realidad,
soy asesora administrativa, pero pagan bien.
— Oh.
— Pero es bueno
saber que tú sí estás transmitiendo el conocimiento —Repuso Pineda. —Si te
contara de otros compañeritos…
— ¿Por qué, qué
pasó con los demás?
— Es que todavía
no te he platicado de mi proyecto. Pienso escribir una especie de crónica.
En eso, entró un
camarero, quien le sirvió a Albino un vaso de agua mineral.
— Refresco de
cola, light… por favor.
El mesero
asintió, silencioso. Luego se fue a la cocina.
— ¿Qué me decías
de tu proyecto? — retomó Nolasco.
— Voy a escribir
una historia sobre nuestros amigos de la universidad. Tú sabes, lo que ha
pasado con cada uno de nosotros después de terminar la carrera. Por eso estoy
re contactando a los compañeros. Y me he enterado de cada cosa… ¿te acuerdas de
Monsalvo, el que sentíase poeta maldito?
— Ajá…
— Pues ahora resulta
que vende enciclopedias de casa en casa.
Albino estuvo a
punto de escupir por la nariz su soda.
— Bueno, a su
manera, él también está haciendo algo por la cultura.
Entró la
vendedora.
— Flores, flores
para los muertos…
Y así como llegó,
la florista se fue. Nolasco rompió el silencio.
— Cuando me
hablaste por teléfono, pensé que era para reconsiderar…
— ¿Lo nuestro?
— Sí.
— Habíamos
quedado en que eso “ya fue”. Además, ya estás casado, ¿no?
— ¿Cómo lo sabes?
— Aunque te
quitaste el anillo, tienes esa zona marcada con más claridad que el resto del
dedo. —Observó Pineda.
— Podría ser… ¡el
anillo de graduación!
— Mejor cambiemos
de tema…
En eso, entró de
nuevo el mesero, con un refresco dietético de cola sobre la charola. Le sirvió
a Andrea y luego se fue.
— Aún así…
¿quieres que regresemos? — inquirió Pineda.
— Ya he sido muy
obvio. Y tus brillantes deducciones a lo Agatha Christie no ayudan.
— No era mi
intención ofenderte.
(II)
Nuevamente, Albino
se encontraba sentado en una de las mesas del café al aire libre de la vez
anterior. Llegó Andrea.
— Perdona que nos
hayamos podido ver hasta hoy. Ya sabes, el gobernador y sus giras nos traen de
cabeza. —Pretextó ella.
— Me imaginaba
algo por el estilo. Ya pedí tu refresco.
— ¿Ya?
— Light, de cola.
Pineda,
asintiendo, sacó un cigarrillo; dio una bocanada y exhaló. A guisa de
explicación, aclaró.
— En cuanto mi
secretario me dijo que hablaste, te devolví la llamada. Es que ella tiene la
manía de disque “priorizar” mis asuntos.
— Es que ya eres
importante… dijo Nolasco.
— Yo creo que
todos somos importantes. De una forma u otra. Eso es lo que quiero reflejar
precisamente en mi proyecto…
— De eso quería
hablarte. No quiero salir en tu novela.
En eso, entró el
Camarero, con un vaso de agua mineral y otro de refresco de cola, light. La
pareja enmudeció mientras el otro estaba presente. Luego se regresó al interior
del café. Fue entonces cuando Albino se levantó y dijo en voz alta:
— Andrea,
obsérvame detenidamente… ¡Observa con atención al fracasado en el que me he
convertido! ¿Crees que esa es la imagen que yo quiero que mi hijo tenga de mí?
— Yo nunca dije
que fuera a retratarte como un fracasado… ¡Al contrario, creo que eres de las
pocas personas que se han preocupado por entrarle de todo corazón a la docencia
y…
— ¡Esos son
eufemismos, eufemismos enfermos!
— Lo que pasa es
que a ti siempre te ha gustado ir en contra de la corriente. —Señaló Pineda.
— Y como tú ya
estás socialmente adaptada, ¡me dejaste!
— ¡No, no, no
otra vez! Creí que ya habíamos superado esa etapa.
Carlos explotó.
— Pues ya ves que
no. ¡Yo no! ¿Y sabes cuál es la diferencia entre tú y yo? ¡Qué tú tomas
refrescos de cola y yo agua mineral! —.
— Francamente, no
comprendo.
— ¡Pero si es muy
claro! Tú le haces juego al imperialismo yanqui, consumiendo sus productos…
— ¿Y el agua
mineral que tú tomas? ¿No también forma parte del “imperialismo yanqui”? —
Argumentó Pineda.
— Déjame decirte
que la marca que yo pido es producida por una cooperativa del país. ¡Yo sí soy
fiel a los ideales!
— Albino, no me
juzgues así… a lo mejor sí estoy vendida ya al sistema… ¡pero, yo hago también
lo que puedo! ¿Por qué crees que quiero, necesito, escribir mi novela? ¡Yo
también tengo las mismas inquietudes que tú! En el fondo, seguimos profesando
los mismos ideales, ¡pero cada quién lo hace a su manera!
— Tal vez en el
fondo, lo único que me pasa es que te tengo envidia. Discúlpame.
Hubo unos
instantes de incómodo silencio. Andrea rompió el silencio.
— ¿De verdad no
quieres salir en mi crónica?
— No lo sé, voy a
cumplir cuarenta años y no paso de perico—perro.
El abatimiento
que invadía el ánimo de Nolasco era demasiado notorio.
— ¿Quieres que
vayamos a otro lado? ¿A mi casa? — Dijo Pineda.
— ¿Y qué tal si
mientras charlamos bebemos algo? ¿Y si ese “algo” nos emborracha? ¿Y si
terminamos en la cama? ¿Y si nos terminamos haciendo amantes? ¿No tienes miedo
de lo que pase?
En eso, apareció
de nuevo la vendedora de flores, quien sutilmente les dejó una nota:
“Lo que tenga que
pasar pasará… y por si no lo sabían, por cada producto que consumen en esta
cafetería, un niño muere en las fábricas de trabajo esclavo en China… pues el
dueño de este negocio trafica muñecos de peluche; el local es sólo una
fachada”.
Albino y Andrea
sólo se quedaron, mirándose mutuamente, pensativos.
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