I
A Silvia le gustaba imaginar que su padre aún
escribía sus artículos académicos al estilo de hacía ya varios siglos:
utilizando pluma de ganso y un tintero; en la realidad, Rogelio Guerrero, el
afamado doctor en ciencias antropológicas, utilizaba un bolígrafo y papel bond,
que luego Silvisa se encargaba de mecanografiar en el procesador de texto del
ordenador.
Ella, como su asistente que era, se encargaba de
prepararle el café y hacía las funciones de secretaria para evitar que don
Rogelio se viera interrumpido por las molestas disrupciones de la vida
cotidiana. Mal asunto que después de la muerte de la esposa del doctor nadie
más quisiera trabajar para él.
Mientras ella veía caer gota a gota el café en el
recipiente correspondiente, Radio Noticias le escupía en el rostro las últimas
novedades del mundo bursátil:
“En otras noticias, se generaliza el temor entre
los inversionistas bursátiles de todo el mundo debido a la baja tan brusca en
la bolsa de Tokio. Dado que el índice Nikkei cayó a niveles históricos, se teme
un efecto dominó que arrastre en su caída a otras bolsas de valores...”
Los pensamientos de Silvia, se vieron interrumpidos
por la gruesa y algo acartonada voz de don Rogelio, desde su estudio.
- Silvia,
¿podrías poner Radio Educativa?, ¡por favor! No me
interesa escuchar sobre problemas de los burgueses.
Silvia ya tenía pre sintonizada la estación, para
que al toque de un botón, la frecuencia cambiara automáticamente. Comenzó a
escucharse una melodía que ella reconocía perfectamente, pues desde pequeña ese
era el tema de amor de sus padres: el “Huapango de Moncayo”. Según le habían
contado, fue en un concierto de la sala Ollin Yoliztli donde se habían
conocido. Desde entonces, los acordes de ese concierto la habían estado
persiguiendo desde hacía treinta y dos años.
Mientras tanto, el doctor Guerrero, terminaba de hacer las últimas
correcciones a la que sería su siguiente publicación. Silvia llegó con el
servicio de café, porcelana blanca, implacable, kitsch. Sirvió una taza e iba a
colocarla sobre la mesa cuando la mano de don Rogelio la detuvo de forma
imprevista.
- Sobre el escudo, ¡no! Ya sabes que no me gusta que se manche.
A lo que el renombrado académico se refería era a un escudo
aterciopelado de La Universidad donde daba cátedra el doctor. Su alma mater,
mater admirabilis, de la cual nunca salió después de terminar su licenciatura,
para después seguir con la maestría, el doctorado y el postdoctorado. “La Torre
de Marfil”, se atrevía a pensar Silvia, burlonamente. La torre donde ella, la
princesa de la literatura comparada, se imaginaba presa; aunque no sería por
mucho tiempo. Así, comenzaba la rutina semanal de la joven Silvia Guerrero,
hija del PhD Rogelio Guerrero, especialista en etnomusicología.
- Lo siento — dijo ella, al tiempo que Rogelio degustaba el café de su
blanca taza de porcelana, cual experto catador. A ella le gustaba interrumpir
su regocijo barista con la advertencia de costumbre: “Me preocupo cuando bebes
tanto café. Te sube la presión.”
Y él responde con la misma cantaleta de siempre, cual ritual cotidiano y
casi automático.
- Sé cuando debo detenerme.
Y por primera vez, en lo que iba de aquella mañana, Rogelio levantó la
cara de su escrito para hablarle
— Te veo pálida. Podrías estar anémica.
— “Siempre he sido así, papá. Soy de tez clara”, pensó ella.
— Tal vez mejorarías tu color tostándote un poco — agregó él.
— Me daría urticaria si me expongo al sol mucho tiempo.
— Ah, nuestras mujeres del campo. Suben y bajan del monte con los pies
desnudos y nunca se quejan de insolación…A su salud.
Así, don Rogelio brindaba con café cual bohemio imaginario, pasado de
moda; chasqueando el café como su elíxir de eterna juventud. Ese era
precisamente el tipo de actitudes que más le disgustaban de su padre; así que
mejor, ella desvió la mirada hacia otro punto, molesta.
— ¿Lo hiciste con el café que traje de la sierra, verdad? Ya sabes que
no me gusta el instantáneo — dijo él.
— Y con media cucharada de azúcar... “morena”, como te gusta — respondió
ella.
Silvia no estaba segura si don Rogelio había percibido el sarcasmo en la
entonación de la palabra “morena”.
— Espero y hayas tirado a la basura los edulcorantes artificiales del
otro día... prefiero morirme de diabetes y no desarrollar un tumor maligno —
observó el doctor.
Ella únicamente asintió con la cabeza, para cambiar el tema y pasar a la
orden del día.
— Por cierto papá, Pavel llamó en la mañana. Viene a verte a las seis.
— Entonces, por favor cómpranos unas cervezas. Ya sabes de cuales le
gustan.
El sólo escuchar aquel nombre, “Pavel”, ponía de mal humor a Silvia.
— De acuerdo ¿Algo más? — respondió ella.
— Estate al pendiente del correo. Van a mandar de la editorial las
copias de mi último libro.
Ella aprovechó para hacer una de sus típicas e irónicas observaciones.
— Papá, no entiendo… ¿Por qué la universidad no te paga regalías por tus
libros, sino con paquetes de tus propias publicaciones?
Ella ya sabía la respuesta.
— Vivimos del subsidio del gobierno. No hay mucho dinero a nuestra
disposición. Además, yo no tengo complejo de escritor de bestsellers.
Silvia únicamente se limitó a mirar su reflejo en el líquido de la taza
de café.
II
Unos minutos después de las seis de la tarde, Pavel se anunció, tocando
a la puerta del estudio.
— Maestro, ¿me permite?
— Pero por supuesto hijo. ¡Adelante!
Pavel caminó hacia Rogelio, para darle un efusivo
abrazo.
— Le traigo buenas noticias — Dijo Pavel
—A ver, a ver, cuéntame — respondió El Maestro, al
tiempo que proyectaba hacia la cocina —¡Hija, trae por favor una silla!
Desde la cocina, sin que nadie la viera, Silvia lanzó un suspiro de
resignación, que más bien parecía un respingo y abrió el refrigerador.
Rogelio y Pavel se encaminaron hacia el escritorio, en lo que llegaba
Silvia.
—¡Es algo estupendo para la causa!
—Me intrigas, Pavel. ¡Dilo ya!
—Los decanos de la facultad firmaron ayer un
documento. ¡Lo han propuesto a usted para recibir el Reconocimiento Nacional en
Investigación Social!
Rogelio, ufano, trató de mal disimular su alegría.
- ¡Habrá un premio en efectivo! — Agregó Pavel, al tiempo que Silvia
entraba con un six—pack de cervezas.
Aunque el paquete no era pesado, ella se veía
agotada, frustrada, harta. Pavel, caballeroso, se acercó a ayudarla.
- Gracias. Puedo sola.
Silvia le puso en las manos las seis latas, imaginando que le entregaba
una urna funeraria.
—Papá, volvió a llamar el reportero ese. Insiste en
entrevistarte.
—Yo únicamente doy entrevistas a las revistas
“Voltereta” y “Conexos”.
—¿Entonces, digo “no” la próxima vez?
Pavel, siempre en su rol de lamebotas, intervino.
- Pero
maestro, ¡el público no especializado debe conocer sus ideas! ¡Las masas
necesitan un formador de opinión, alguien que las saque de su alineación!
- “¿Alienación o alineación?” Pensó Silvia para sí, mientras se rascaba
detrás de la oreja.
Don Rogelio ponderó por un breve instante las
opciones, y tomó una decisión final, misma que le comunicó a Silvia, que ahora
intentaba rascarse la parte trasera de la espalda.
- Mhhh. Tienes razón, Pavel. Silvia, lo espero hoy en ocho, aquí. A las
seis de la tarde… en punto.
Silvia asintió, moviendo los hombros, como tratando
de eliminar alguna pulga. Pavel la miraba con aire de pregunta, pero sin
atreverse a formularla. Ella entendió su mirada y respondió:
—Es que ayer traté de darme un baño de sol.
—Si fueras más obscura, no te daría tanta comezón —
observó el doctor Guerrero, al tiempo que destapaba una de las latas.
Pavel intervino, tratando de romper la densa atmósfera que se estaba
generando.
—Así blanquita te vez estupenda…
A lo que Silvia reviró.
—Me alegra que“alguien” no considere mi carencia de
color como un defecto — y agregó, después de una pausa — Recuerda papá, tu
hígado ya no procesa los alcoholes con la misma eficiencia de antes.
Rogelio
sólo levantó la mirada hacia su hija, con semblante molesto. Ella sólo lo imitó
en el tono, antes de salir del estudio.
- Sí, ya sé: “sabes cuándo detenerte”.
Ya a solas, Rogelio le pasó una lata a Pavel, quien
tomó asiento detrás del escritorio. Sin que nadie se lo pidiera, el doctor
Guerrero se dispuso a justificar el comportamiento de su hija.
—Le falta madurar un poco. Eso es todo…
— Oh. Sí. Seguro. Que sí…
— Y regresando a nuestro tema, te diré los planes que tengo si me hago
acreedor a ese reconocimiento.
— ¡Cuénteme maestro!
—Lo donaré por completo para construir una escuela
en la Sierra Norte de Puebla y así contribuiremos a la educación de nuestros
amados indígenas.
— ¡Usted siempre tan generoso, doctor!
— No es eso mi estimado, Pavel… Tú sabes que cuando
se le utiliza para proyectos egoístas, el dinero está condenado a evaporarse
sin dejar huella. Cuando lo empleamos en proyectos altruistas, florece y da
buenos frutos para todos.
Ambos chocaron sus respectivas latas y bebieron un sorbo de ellas.
—Por cierto, hay otra cosa, que quisiera contarle,
maestro.
—Tú dirás.
—¿Se acuerda de aquel proyecto mío, acerca de la
creación de un “ombudsman”indígena en cada etnia, un defensor autóctono de los
derechos humanos?
—Sí. Ya me habías platicado algo el semestre
pasado.
—Pues he decidido tomarlo como tema para mi tesis
de maestría.
—¡Excelente idea! Si quieres, puedes venir a
consultar a mi biblioteca particular los libros versados en el tema.
—Se lo agradezco profundamente... pero, en lugar de
asesorarme ¿no preferiría dirigir mi trabajo?
El doctor Guerrero miró asombrado a su hijo putativo.
—Digo, si no tiene en puerta otros asuntos más
importantes. — Observó Pavel, tímidamente.
—Oh, no. ¡Acepto participar en tu proyecto, por
supuesto! Pero ya sabes, conmigo el trabajo no se acaba si no queda todo
perfecto.
—Por eso mismo lo elegí a usted, Maestro.
Rogelio levantó su bote de cerveza.
- Pues gracias por “elegirme”… ¡Brindemos por el comienzo de tu tesis.
- ¡Y por su brillante asesoría!
Y
chocaron sus latas con singular alegría.
III
Mientras tanto, Silvia se encerraba en su recámara, la misma en la que
había pernoctado desde niña; pocas cosas habían cambiado desde aquel entonces,
los mismos peluches, las mismas muñecas; después se fueron agregando los
libros, los clásicos, las revistas de moda y del corazón. Más recientemente, lo
único novedoso en la decoración eran algunas fotos, aretes y collares de su
difunta madre.
¿Cómo era posible que se hubiera ido así, tan de repente, dejándola sola
e indefensa en el castillo de la pureza en que don Rogelio había convertido la
casa? ¿Por qué la botellita de insulina estaba fuera del refrigerador cuando
encontraron el cuerpo inerme de Doña Esmelda? ¿Quién la puso en el botiquín del
baño? Y lo más intrigante de todo… ¿por qué el pequeño frasco tenía más de un
año de caducidad en la etiqueta?
Sería que en realidad la madre de Silvia logró el objetivo de suicidarse
con una sobredosis, o… no, mejor alejar esos pensamientos oscuros, siniestros,
inconfesables. Tomó una de las muñecas de trapo que el Doctor Guerra había
traído de la sierra y con un cutter comenzó a operarla, imaginando que estaba
en la sala de operaciones, manejado el bisturí con la precisión de un cirujano,
mientras del piso de abajo, para ser más precisos, del estudio, los acordes del
“Huapango de Moncayo” se escuchaban en todo su esplendor.
IV
En el estudio, Pavel comenzaba a sentirse mareado por los efectos del
alcohol. La hora de las confesiones entre machines, las que se hacen los
hombres cuando están ebrios, había comenzado. Maestro, quiero consultarle
todavía otra cosa. Aunque algo atontado, Don Rogelio aún podía seguir
coherentemente la conversación. El paquete de latas de cerveza, ya se había
terminado. Por un instante, al Dr. Guerra le pareció ver tirados en el suelo a
cuatro danzantes prehispánicos, tirados en posiciones grotescas.
— Habla, habla, Pavel
— Maestro, padre... estoy enamorado.
— Me da mucho gusto, hijo. ¿Quién es la afortunada? ¿Alguna compañera de
la facultad?
— Oh, no, no, no. Es la más pura e inocente de las muchachas. Las de
aquí ya están maleadas.
— Entiendo, hijo, entiendo.
— Se llama Eréndida. La conocí en el último viaje a la sierra. ¿Lo
recuerda?
— ¡Vaya sí me acuerdo! ¿Fue cuando, después de tomarnos unos mescalitos,
Don Ernesto nos llego a ofrecer a sus hijas a cambio de traerlas a estudiar la
prepa?
— Esa misma, maestro, esa misma.
— Y aquí entre nos... Er... ya se acostaron.
— ¿Eh? No, ella me pide nos casemos primero. Pero se le cuecen las habas
para estar conmigo. ¿Me entiende, eh?
Don Rogelio sólo sonreía tontamente.
V
Pocos días habían pasado desde la visita de Pavel y el tener que recoger
su tiradero de borrachos. Sin embargo, lo que iba a ocurrir ese día, mantenía
una pequeña luz de esperanza encendida en el corazón de Silvia.
Finalmente, su príncipe azul, iba a pedir su mano. Los temores de la
nueva pareja que estaba por formarse, habían sido superados por el amor que se
profesaban, y había llegado el momento en que la jaula de oro sería abierta
para que ella pudiera volar libre como gaviota.
Terminó de pintarse los labios, le dio un beso a su
muñeco Ken en la boca, dejándolo con la marca del lipstick en toda la plástica
cara.
VI
El Doctor
Guerra seguía escribiendo, con su amada pluma fuente, uno de sus nuevos
artículos para el periódico de las mayorías, de los necesitados, de los que
necesitaban a su parecer, una voz que hablara por ellos.
De la
radio, nuevamente se volvía a escuchar la misma voz tipluda, mecánica y
desagradable de la locutora de la sección financiera.
“Como temían
los inversionistas, la caída de la bolsa de valores de Tokio arrastró en su
caída a la de Nueva York. La policía de Estados Unidos reporta al menos tres
suicidios relacionados con el desplome del índice Dow Jones...”
Harto, don Rogelio sólo lanzó un suspiro de fastidio al tiempo que
proyectó hacia la cocina:
- Silvia, ¿qué te dije del radio?
- ¡Es la centésimo cuarta vez que te digo que no me interesan ese tipo de
noticias!
Se
escuchó el ruido del viejo sintonizador al pasar por varias estaciones. Se
detuvo en una melodía que Silvia odiaba, pero que al Dr. Guerra le gustaba “La
Noche de los Mayas”, de Silvestre Revueltas.
Como cada
mañana, entró Silvia con una charola de plata, esta vez llevando dos jarras,
una chica y una grande, ambas de barro. Por un instante, la joven recordó que
el revestimiento de plomo de esas jarras había sido la causa de que algunos
niños de la sierra se volvieran tontitos, provocado por el envenenamiento del
metal pesado en sus pequeños y maleables cerebros. Esta vez, Silvia cuidó de no
manchar el escudo de la universidad con manchas de café. Aquel sería un día
feliz y nadie la haría cambiar de parecer; hasta que don Rogelio abrió la boca
para decir…
— Antier, Pavel me pidió ser el director de su tesis de maestría.
— Bien por él — Replicó ella.
El doctor
levantó su taza y antes de beber de ella, miró a Silvia; ella, comprendiendo la
pregunta, respondió de inmediato.
— Sí, es del café que trajiste de la sierra. Del que tanto te gusta.
— Gracias. Oye, ¿sí te dije que Pavel ayer me solicitó su ayuda para
realizar la tesis, verdad?
— Sí… y yo te respondí que “bien por él”.
— La pregunta es ¿cuándo vas a terminar túla licenciatura?
Ella sólo
desvió la mirada hacia otro lado, hartada con la pregunta de siempre; casi era
como la pregunta ritual del mes.
— La tesis es un paso fundamental en tu vida profesional...
— Papá... ya no deseo seguir estudiando. Voy a casarme.
Don
Rogelio sólo volteó y miró con desconcierto a su hija. Hubo un momento de
incómodo silencio entre los dos, mientras en la radio sonaba el tercer
movimiento de “La Noche de los Mayas”. Él sólo atinó a denegar con la cabeza,
inconforme. Luego volvió a retomar la composición de su artículo.
— Por eso las mujeres en este país siguen siendo tan sumisas. No quieren
instruirse. Ya lo dije yo en la conferencia pasada: “Educarse es liberarse.
Sólo a través del conocimiento podremos elevarnos por sobre el nivel de las
bestias.”
Silvia, a
modo de respuesta, sólo le sirvió más café en la taza.
— Lo conocí en una discoteca.
Don Rogelio
entrelazó sus manos, las levantó apoyándose encima de los codos y colocó su
barbilla encima de los nudillos.
—Ah, las jovencitas campesinas, tan inocentes...
Silvia
disimuló una ligera mueca de disgusto, fastidiada. Ahí estaba de nuevo la
cantaleta folklórica, otra vez; don Rogelio se limitaba a regodearse en sus
propias ensoñaciones antropológicas.
— Realmente es una bella tradición en cómo escogen a sus parejas.
Imagínate, ellas caminan alrededor del kiosco en el sentido de las agujas del
reloj. Los muchachos giran en sentido contrario, vestidos con sus ropas
domingueras.
“Así se examinan mutuamente, observándose los unos a los otros mientras
se desplazan describiendo un círculo, metáfora del ciclo de la vida” pensó
burlonamente Silvia, reprimiendo una sonrisa.
De repente, como regresando a la realidad, el doctor preguntó:
— ¿Y luego de bailar qué hicieron? Digo, si puedo saberlo.
— No soy tan liberada cómo crees, papá. Fuimos al cine. Vimos una
película sobre “Serial Killers”
— ¿Cómo? No emplees anglicismos conmigo, por favor. Debemos defender
nuestro idioma.
— Okey...
Rogelio
miró a la otra, fastidiado.
— ... Digo, vimos una película donde Bad Pritt es un detective que debe
encontrar a un asesino múltiple, pero...
Y entonces el doctor la interrumpió.
— Ah, cuando yo estudiaba en la facultad, nos encantaba ver el ciclo de
películas dirigidas por“El Indio” Fernández. Retrataba de una forma increíble
las bellezas de aquellos pueblos rurales. Ahora a los jóvenes no les gusta sino
la violencia escapista, sin sentido.
Aquel comentario era de los que estaba a punto de desbordar el vaso de
agua de la ira de Silvia.
— Papá, ¿por qué a cada cosa que te cuento siempre me respondes con una
referencia a tu amor por lo rural, los campesinos, etcétera, etcétera?
— ¿Hago eso?
Ella
asintió muy ligeramente, en silencio.
— No me había dado cuenta.
— Sí, reflejas tu actitud ante la vida hasta el más mínimo detalle.
Desanimada,
Silvia salió del estudio. Decidida a que ese sería el último día que le
serviría café a su académico padre. Don Rogelio siguió en la redacción de su
artículo. En eso, se acabó la música para dar paso a la voz del locutor
noticioso.
“Curiosamente, el surgimiento del grupo “Sendero Indio”, está provocando
pánico entre la clase dueña de los medios de producción, pues se ha desatado
una ola de secuestros cuya finalidad aparente es la de obtener fondos para el
financiamiento de la guerrilla en México.”
Silvia
regresó de improviso, trayendo consigo una carpeta de correo.
— Papá, acaban de entregar esto. Es de la Editorial Universitaria.
— Puedo adivinar el contenido. Lee, por favor.
Silvia
rasgó el sobre y abrió la carta. Leyó.
— “Estimado Doctor Guerrero, por medio de la presente...”
— Sáltate eso, nos lo sabemos de memoria.
— Okey.— él la miro, significativo y reprochante. — Digo, “está bien”. —
Continuó la lectura — “Le pedimos una disculpa de antemano, pues debido al
emplazamiento a huelga de nuestro sindicato ante la asamblea administrativa de
la universidad, nos vemos imposibilitados a entregarle sus publicaciones hasta
nuevo aviso. Esperamos comprenda nuestra situación, etcétera, etcétera.”
Silvia
pasó el papel a Rogelio. Este lo recibió.
—No es correcto decir dos veces la palabra “etcétera”.
Silvia
suspiró, sin resignarse. Don Rogelio releyó el documento de un vistazo.
— Qué calamidad, hasta la próxima semana. — Luego miró a su hija — Hija,
no te quedes ahí parada, ¿es que no tienes otra cosa que hacer?
— Es que... debo decirte algo. — Hizo una pausa y se armó de valor para
soltar la “bomba”… — Michael Limonqui está en la sala, llegó al mismo tiempo
que el correo...
— ¿Michael Limonqui? ¿Qué Limonqui?
— Mi novio, papá. ¡El que conocí en la disco y luego me llevó al cine!
Y así,
como en presentación de telenovela, entró el rubio y ojiazulado joven Limonqui.
Michael vestía una playera blanca, bajo un elegante blazer azul marino,
haciendo juego con su pantalón de vestir pero no con los relucientes tenis
blancos que calzaba.
—Buenas tardes, doctor Guerrero. Lamento haber venido sin haber hecho
cita antes pero...
Rogelio
levantó su mano, callando al otro. No se levantó.
—Me alegro que haya venido, Michael. Necesitamos hablar. — Se
dirigió a su hija— Una silla, Silvia ¿qué esperas?
Silvia
miró de reojo a su padre, luego hizo mutis. Sin darse cuenta del subtexto de la
situación Michael observaba las reproducciones litográficas de Diego Rivera que
adornaban el estudio.
— Increíble el colorido plasmado por el maestro Rivera ¿no lo cree así,
doctor?
— Más increíble es el mensaje transmitido por su pintura.
— Es cierto, es la manifestación más pura del romanticismo nacionalista.
— Tal vez le parezcan muy idealistas estos cuadros, Michael. Pero los
indígenas están ahí, afuera. Oprimidos, olvidados...
— Oh, sí, claro. Yo no tengo nada en contra de nuestros inditos;
realmente necesitan atención de nuestra parte.
— Por favor no use así el diminutivo, ¡más que una concesión, parece que
se está burlando de ellos!
Silvia
regresó con la silla, y la dejó cerca de Michael. Rogelio cerró la boca. Ella
se despidió de Michael con un beso rápido en la boca. Luego volvió a salir.
— No era mi intención ser despreciativo. Le ruego me disculpe. Como
verá, estoy desinformado acerca del tema.
— Se nota jovencito. Pero supongo que vino aquí con el propósito de...
— Exacto... vine a platicar sobre lo que hay entre su hija y yo.
Michael
sacó un cigarro de marca reconocida de su pitillera dorada, junto con un
elegante encendedor. Le ofreció un cigarrillo a don Rogelio, pero éste denegó
con la cabeza a manera de rechazo. Michael, sin malicia, encendió su cigarro.
—Hemos decidido casarnos, pero ella insistió en que hablara primero con
usted, a la vieja usanza.
Michael
soltó una bocanada de humo. Don Rogelio se sintió ofendido.
— “¿A la vieja usanza?”... los valores morales perduran a lo largo del
tiempo, Michael.
— Okey, Doc. Como usted diga.
Rogelio
miró muy enojado a Michael cuando éste dijo “okey doc”. A guisa de respuesta,
el doctor le pidió, aunque el tono más bien era imperativo.
— Muéstreme sus manos, jovencito.
— ¡No me diga que también sabe quiromancia!
— Muéstremelas.
Michael,
cigarro en boca, obedeció; al tiempo que Rogelio examinaba con atención las
palmas del otro.
—Sus manos carecen callosidades. ¿A qué se dedica joven, Limonqui?
Michael
quiso hablar, pero como al mismo tiempo intentaba retener su cigarro entre los
dientes, no se le entendía claramente.
— Le auo a i ade...
— ¿Perdón?
Michael
se quitó el cigarro de la boca.
— Le ayudo a mi padre. Soy uno de sus asistentes financieros.
Y entonces, sin previo aviso, el doctor Guerra le lanzó la estocada.
— ¿Alguna vez se ha visto en la necesidad de pizcar maíz en una milpa?
Pero Michael no entendió nada. Es decir, sí lo escuchó, pero no lo
comprendió.
— ¿Hacer qué con el maíz en dónde?
— Me refiero a que si ha trabajado usted en el campo.
— No señor. ¡Dios me libre! Para eso están los jornaleros…
Rogelio,
harto, sentenció abruptamente.
— ¡No es usted digno de casarse con mi hija!
Michael se quedó de una pieza.
— ¿Por qué, doctor?
— ¡Porque no sabe apreciar lo que es laborar una jornada de sol a sol!
Don
Rogelio tomó violentamente las manos del otro y alzó la voz, con ganas de poner
esas manos sobre brasas ardientes.
—¿Ve? ¿Ve estas manos? ¿Sus brazos blancos con vellitos rubios?
Pertenecen a alguien que nunca se han visto en la necesidad de cargar un costal
de frijol o transportar un montón de leña. ¡Usted no es sino un niño bonito que
no sabe absolutamente nada de la vida!
Los
gritos del doctor provocaron que Silvia regresara de improviso al estudio. Al
mismo tiempo, Michael se soltó bruscamente de don Rogelio.
—¡Basta! No tengo porque soportar estas críticas gratuitas. ¡Ni tengo que
pedir perdón por haber nacido en una familia acomodada!¡ Si tanto quiere a sus
oprimidos rurales, tráigalos a su casa y escoja a uno de ellos para desposar a
Silvia!
Sin decir
palabra, Michael salió molestísimo. Pasó de largo a Silvia. Ella sólo lo vio
alejarse, totalmente desconcertada. A guisa de improvisada explicación, don
Rogelio Aclaró…
— Sucede que has escogido a un miserable burguesito como novio.
— ¡Pero yo lo amo!
— ¡Pero yo no lo apruebo! — Espetó el doctor, escupiendo la respuesta.
Silvia
sólo atinó a cubrir su bello rostro con sus bien manicuradas manos. Don Rogelio
continuó con su perorata.
— ¿Por qué nunca le hiciste caso a Pavel? Es un buen muchacho. Ahora que
se ha comprometido, es demasiado tarde. ¡Va a casarse con una muchacha de la
sierra. Se llama Eréndida!
— ¿Y a mí qué me importa si se llama Fortunata o Jacinta? Pavel no me
interesa en absoluto. Porque no es sino un arribista, papá. ¿Es qué no te has
dado cuenta? Nada más te sigue para ganarse tu aprobación.
— No hables así de Pavel. ¡Ha sido uno de mis mejores alumnos y es uno
de mis amigos más cercanos!
— Sí claro. ¡Es el hijo que nunca tuviste! Tal y como hubieras deseado:
proveniente de una familia humilde, representante del estereotipo rural. ¡Si no
hubiera sido un ladino indio adolescente, jamás te hubieras fijado en él!
— ¡No tienes derecho a juzgar por las apariencias!
— ¡Es lo mismo que has hecho con Michael, papá!
Don
Rogelio se quedó mudo por un momento, pero su corteza cerebral desestimó y
desechó la observación.
— Este caso es diferente.
— ¡No! Tus prejuicios “ideológicos” te impiden verlo tal y como es. No
aplicas sino el racismo a la inversa... y eso es tan nefasto como despreciar a
tus queridos indígenas. ¡Disfrazas tus rencores clasistas con una envoltura
académica! ¡Racionalistas tu odio por medio de torcidos argumentos
sociológicos!
Silvia
salió corriendo del estudio, presa un mar de lágrimas y con el corazón
destrozado en mil pedazos. Ya a solas, Don Rogelio sólo lanzó un suspiro de
resignación, sintiéndose terriblemente incomprendido.
VII
Silvia entró corriendo a su recámara, cerrando de
un portazo. Se lanzó sollozante en la cama, mientras recitaba poemas en inglés.
Licenciada en Literatura comparada, los versos de Sylvia Plath acudían en
tropel a su mente. Desde la noche en que descubrió la verdad, fantaseaba con
quitarse la vida al estilo de muerta en la cocina con la cabeza metida en el
horno de la estufa y el gas butano abierto; pero sin cerrar las puertas, para
arrastrar consigo en su caída a su odioso, estúpido e imbécil padre, el famoso
y reconocido académico Doctor en Ciencias, Rogelio Guerrero.
Y la verdad la descubrió como siempre, jugando,
tratando de encontrarle sentido a la muerte súbita de doña Esmelda; a la vista
de todos, ella se había suicidado con una sobredosis de insulina. Algo no
encajaba. Su madre amaba la vida, no tenía enemigos, no estaba bajo ningún tipo
de depresión y sabía perfectamente cuándo y en cuánto consistía la dosis que
debía administrarse, una rayita por la mañana, dos por la noche, siempre antes
de desayunar o cenar.
¿Una nota de suicidio, impresa en computadora, sin
firma alguna? Eso era lo que la estaba volviendo loca. En cada ocasión que
Silvia lo rememoraba, más estaba segura de que había algo más de fondo. ¿Pero
quién? ¿Por qué? En lo más profundo de su inconsciente, la verdad estaba
enterrada, pero ella se negaba a reconocerlo. No quería saber que no podía
saber lo que en realidad había sucedido. No había forma de conectar la sospecha
interna con los hechos del mundo exterior.
Y por
alguna sincronicidad maligna, mientras Silvia lloraba la desgracia de haber
perdido a su madre súbitamente, y sin ninguna explicación; otra más se estaba
agregando en su destino, pues Michael en ese preciso momento, a unas calles de
ahí, estaba siendo secuestrado por un trío de encapuchados de piel morena y
modales toscos.
VIII
Una luna llena llegó y luego se retiró. Y un nuevo día comenzó.
El último para alguien de la familia Guerrero.
En esta ocasión, el doctor Guerrero se encontraba en su despacho, como
siempre; pero ahora un invitado especial lo entrevistaba.
—Y ahora que se ha hecho acreedor al Reconocimiento Nacional en
Investigación Social, doctor Guerrero, ¿qué piensa hacer con el monto del
premio?
—Ya lo dije antes a mis conocidos. Donaré el dinero para construir una
escuela y así contribuiremos a la educación de nuestros indios...
En eso, de la cocina, llegó el aullido de la radio; la misma voz
tipluda, mecánica y desagradable de siempre.
“Cunde el pánico en la Bolsa Mexicana. El efecto dominó arrasó con mucha
mayor violencia a la esperada en el mercado de valores...”
Don Rogelio gritó hacia la fuente del sonido.
—¡Silvia!
Y la voz de la locutora fue amordazada con brusquedad. Rogelio,
recuperando la amabilidad, retomó la conversación:
— ¿En qué estábamos?
— En el uso que le va a dar al premio.
— Ah. Claro. Como le iba diciendo...
En eso, entró Silvia periódico en mano. Sollozaba, casi gritaba.
—¡Papá, secuestraron a Michael! ¡Están pidiendo
rescate!
Rogelio no se levantó de su silla, paralizado por el asombro. El
reportero, presto a la caza de una nota, se abalanzó a preguntas sobre la
angustiada mujer.
—¿Cómo, dónde, quién?
El reportero anotaba rápidamente en su libreta.
— Fueron los de“Sendero Indio”. — Aclaró ella.
— ¿Los de la organización terrorista? — preguntó el reportero.
— No son terroristas, son guerrilleros. Su causa es justa. — Aclaró don
Rogelio.
— ¡Papá!— Chilló Silvia.
El reportero anotaba rápidamente en su libreta. Rogelio, pontificaba.
— Tienen razón los burgueses en vivir con mucho miedo. ¿Y qué han
decidido hacer los padres del niño bonito?
— Quieren pagar el dinero pero no pueden. — Aclaró Silvia.
El reportero seguía anotando en su libreta. Se le agotó la tinta de su
pluma, intentó forzarla a que pintara más, infructuosamente. La tiró por ahí y
sacó una nueva pluma del interior de su gabardina. Rogelio aprovechó para
seguir dando su particular punto de vista.
— ¿Qué no tienen capital? ¡Ja! A pesar de peligrar la vida de su
primogénito, se resisten a entregar sus apestosas ganancias.
— No papá. Es que ya no tienen nada... ¿no has oído las noticias? ¡La
bolsa cayó! ¡La familia de Michael lo perdió todo!
— ¡Eso es imposible! Deben tener algunas reservas, algo que puedan
vender.
Entonces, aferrada a su desesperación, Silvia tuvo una idea:
— ¡Con lo que ganaste de tu reconocimiento, podemos salvar a Michael!
— ¿Con MI dinero? ¡No creo que sea suficiente para mantener viva a la
guerrilla ni una semana!
— Pero podemos completar un poco más de la mitad de lo que piden.
— No estoy dispuesto a cooperar por la liberación de un capitalista.
El reportero se limitaba a seguir la discusión cual partido de ping
pong. Sin perder detalle alguno.
— ¿Papá, qué quieres decir? ¡Michael no es capitalista, sino el hijo de
un capitalista! Él no tiene la culpa de eso.
— Silvia, vivimos bajo una dictadura perfecta. ¡Alguien tiene que
empezar a golpear con violencia el sistema! Es un trabajo sucio pero alguien
tiene qué hacerlo.
— Entonces… ¿estás del lado de los rebeldes?
— No estoy de acuerdo con sus métodos. ¡Pero no seré yo el que los
detenga! Las cosas deben seguir su curso hasta las últimas consecuencias.
— Es decir, ¿los apoyas por omisión? — Observó ella, aterrada.
— Si quieres verlo así.
El reportero, a pesar de que trataba de conservar la objetividad, se
sentía muy incómodo al saberse testigo de una posible y muy probable tragedia
familiar. Sin embargo, se abstuvo de emitir opinión alguna.
— Entonces, ¿no nos ayudarás, papá?
— Mis convicciones políticas me lo impiden, hija.
— ¡Se trata de mi prometido!
— Debo ser consecuente con mis ideales.
— ¿Es esa tu última palabra?
— Así es, Silvia. Mi última palabra.
Silvia salió llorando del estudio. El reportero terminó de anotar.
Rogelio se acercó al reportero, en plan cómplice.
— Señor reportero, le suplico que si va a hablar de esto, omita mis
conflictos familiares. Seguramente que eso no interesara a los lectores de su
revista. Son gente seria y preparada, que no necesita enterarse de estas
pequeñas desavenencias domesticas. ¿Puedo confiar en usted?
— Claro doctor. La publicación para la que trabajo llega a los sectores
intelectuales del país, no a las masas ávidas de chismes y habladurías de sus
artistas favoritos.
— Afortunadamente no soy una estrella de televisión o de cine. — Aclaró
el doctor en ciencias.
— Yo no lo hubiera podido decir mejor. — Sentenció
el reportero.
Y ambos desviaron la mirada, incómodos por los gritos histéricos que
provenían de la recámara de Silvia.
IX
Pavel PucTek miró a su alrededor, y por primera vez en mucho tiempo
prestaba atención a los rostros de los que se cruzaban en su camino a lo largo
de la Calzada Principal del campus universitario. Su Alma Mater. Era una
escuela muy especial, sólo gracias a ella había logrado ser “alguien” en la
vida. Dejar la provincia para estudiar becado en una Universidad Pública, era
como sacarse la lotería.
Aquí era, en el internado de esta institución, donde pasó de convertirse
del adolescente a un hombre con todas las de la ley. Decenas de jóvenes de su
misma extracción social y similares facciones se arremolinaban en torno a esa
gran Institución del Saber. Tenía que admitirlo, había encontrado en el Doctor
Rogelio Guerrero la figura paterna que tanto le hizo falta desde que dejó su
rancho. Al ser el hermano mayor de una familia de diez, era el primero de los
PukTek en abrir brecha para los familiares que venían siguiendo sus pasos. Ante
sí mismo, estaba labrando camino para las generaciones venideras de su región.
Sin embargo, en los cinco años que llevaba en aquella universidad, las
cosas estaban cambiando a un ritmo vertiginoso, y no todo había sido,
digamos…constructivo. Se habían estado difundiendo rumores muy fuertes acerca
de “infiltrados”en la institución, asociaciones que por su credo ideológico
eran en apariencia grupos estudiantiles de pensamiento izquierdista, pero que
en realidad estaban deviniendo en grupos extremistas, en todo sentido de la
palabra.
Una vez, en un intercambio estudiantil con una colega de Austin, Texas,
Pavel tuvo conocimiento que allá en EUA tenían problemas con células musulmanas
extremistas, que reclutaban a sus miembros de entre el nuevo alumnado que iba
llegando a la universidad. Algo similar estaba pasando a su alrededor, justo
aquí y ahora. Alguien le había dicho de muy buena fuente que hasta el Doctor
Guerrero podría estar financiando cierto movimiento radical, que apelaba a
acciones demasiado fuera de la ley para ilustrar su ideología. ¿O era acaso
sólo una leyenda urbana que las Universidades Públicas eran, por definición,
semilleros de movimientos ideológicos extremos?
Pavel casi nunca fumaba, pero la repentina ansiedad que le produjo el
sólo pensar que el doctor Guerrero estuviera inmiscuido en actividades
políticamente incorrectas, le produjo un escalofrío. Pavel no se veía a sí
mismo como un guerrillero, sabía que tarde o temprano se integraría al mundo de
la administración pública. Conseguir un buen puesto, ayudar a su familia y
mantenerse en el siempre sutil juego de la política era su verdadero objetivo
en la vida. Lo demás eran relaciones públicas y nada más. El no quería hacer ni
emprender ninguna revolución. En eso discrepaba con el doctor Guerrero, aunque
tuviera que seguirle la corriente cuando fuera necesario.
Mientras aplastaba la colilla de su cigarro en el piso, Puc Tek pasó a
preguntarse si también serían ciertos los rumores de la academia, que decían
que Silvia Guerrero estaba perdiendo la razón, y que la desestructuración de su
personalidad comenzó a acelerarse a raíz de la muerte de Esmelda, la señora
esposa del ahora viudo doctor. Sin embargo, eso no explicaba del todo la cada
vez más evidente animadversión que Silvia le demostraba cada vez que lo recibía
en la casa del doctor Guerrero. Con la duda en mente, siguió su camino por la
llamada “Avenida de los Padres Fundadores” en la que se mostraban los bustos de
los profesores más distinguidos de la escuela. Sin duda alguna, algún día, el
busto de don Rogelio estaría orgullosamente formando parte de los integrantes
de esa pequeña Rotonda de Académicos Ilustres.
X
En el preciso momento que Pavel Puc Tek aplastaba la colilla de su
cigarro, el doctor Rogelio tuvo una fugaz visión, que sólo se explicaba a causa
del sumo cansancio y exhaustivo estrés al que había estado sometido en esos
días.
Se imaginó a sí mismo, como visto desde el techo, escribiendo con una
antigua pluma de ganso y un tintero. Parpadeó un par de ocasiones hasta que las
cosas recobraron su cauce normal en el tiempo, pero no en el espacio: frente a
él, estaban sentados tres danzantes, en posición flor de loto, representando
los tres silencios: “no oigo”, “no veo”, y… “no hablo”.
Fue la intempestiva entrada de su hija la que lo regresó al mundo real
en un abrir y cerrar de ojos.
— Michael está muerto, papá. — dijo ella, con la voz apagada.
Aún apenas saliendo de su epifanía, el doctor Guerrero sólo atinó a
decir, torpemente:
— ¿Ya ves cómo es mejor pertenecer a la clase intelectual?
— ¿Eso es todo lo que vas a decir? ¡Se trataba de mi prometido!
— Yo nunca estuve de a cuerdo con esa relación.
— Encontraron su cuerpo en un lote baldío. ¡Lo mutilaron!
Silvia lloraba, sintiéndose en el centro de una vorágine de pesadilla,
como si alrededor de ella tres personajes prehispánicos danzaran en torno.
—Los dueños del capital saben que dagas penden sobre sus cabezas. Ya
están acostumbrados. — Decía el doctor, sin poder dilucidar si los danzantes
eran producto de una alucinación o el síntoma de un posible tumor en la cabeza.
Al mismo tiempo, la radio pareció encenderse, dejando escuchar new age
interpretado por Jorge Reyes. “Retorno al Mictlán”, se llamaba esa melodía. En
eso, en medio de aquel caos de la hija llorando, los danzantes bailando y la
música interpretándose a sí misma en reversa, hizo su aparición un empleado de
mensajería, que tenía un aspecto muy similar al reportero del día anterior. Don
Rogelio ya no sabía qué era real y qué imaginario; pero Silvia sí podía
distinguir una cosa de la otra.
El mensajero dejó una caja de tamaño regular, acompañado de un documento
en un sobre tamaño carta. Silvia firmó de recibido al ver a su padre en un
estado peculiarmente catatónico. Inmediatamente dejaron de moverse los
danzantes y regresaron a sus posiciones originales. Saliendo de su estupor,
Rogelio aclaró:
—Ah, mis libros. ¡Por fin terminó esa maldita huelga universitaria!
Rogelio rasgó el sobre, extrajo la hoja contenida. Intentó leerla, pero
su visión se desenfocaba. Extendió el documento a Silvia.
—¡Pero que letra tan poco legible! Ven hija. Ayúdame a descifrar estos
jeroglíficos. ¡Anda, ven!
Silvia avanzó con lentitud. Rogelio comienzó a abrir el paquete.
—Ya verás que pronto el dolor pasará. Encontrarás algo mejor que el tal
Michael.
Silvia tomó la carta. Comenzó a leer. Rogelio estaba a punto de levantar
la tapa de la caja.
“Estimado doctor Guerrero. Por medio de la prensa
nos enteramos que usted prefirió no ayudar a la familia Limonqui en el pago del
rescate por no contradecir sus principios.”
Rogelio abrió la caja. Miró con horror al interior de ésta.
—“Estamos orgullosos de usted. Por ello, le enviamos
un regalo que usted seguramente apreciara, cual trofeo de caza. Se despide de
usted, comandante en jefe de Sendero Indio.”
Rogelio sacó del interior de la caja un par de blancas manos, de carne y
hueso, con la sangre cuajada; eran extremidades otrora pertenecientes a algún
ser humano, ahora mutilado. Rogelio las observó, escéptico. Silvia dejó de leer
la caja, y entonces miró lo que el doctor sostenía en sus manos.
—Son las manos de Michael, papá. ¡Ése es su anillo de graduación de
Harvard!
Con un agudo chillido de la joven, el imaginario Jarrón de Cristal de
Sylvia Plath cayó al piso y se estrelló en mil pedazos. Rogelio dejó caer en el
aire las manos de Michael, y éstas cayeron en el interior de la caja, con un
ruido sordo. Fue entonces cuando el doctor se dio cuenta que muy probablemente
estaba sufriendo una apoplejía; pues apenas podía articular palabra.
—Tu mamá, supo la verdad… ella alzó el auricular de la extensión, y se
puso muy mal cuando me escuchó hablar con los de Sendero… yo intenté ayudarla,
pero no supe hacer las cosas bien… y se me pasó la mano con la insulina.
Silvia no se movía. Lo miraba con seriedad, odio, con los dientes
rechinando por el rencor.
—Llama a los paramédicos por favor.
Pero ella sabía que todo se arreglaría pronto.
— ¿Qué esperas? ¡Haz algo!— Dijo él.
Silvia entonces accionó el percutor de una ballesta imaginaria.
— Lo siento, papá. Mis convicciones políticas me lo impiden.
Rogelio volteó a mirar a su hija, desesperado.
—Debo ser consecuente con mis ideales. Como tú me has ensañado. —
Escuchó él a modo de respuesta.
Rogelio cayó al suelo, convulsionándose. Lo último que vio con claridad,
fue a Silvia caminando hacia los danzantes, para pasar en medio de ellos y
luego salir, cerrando la puerta.
En la
oscuridad, el doctor Guerrero pudo sentir como los danzantes siempre bailando,
se le acercaron y levantaron su cuerpo inerme. Dieron algunas vueltas por el
estudio llevando en lo alto su cuerpo para luego desvanecerse todos en el aire.
XI
Un día
después.Pavelestaba parado sobre un podio equipado con
micrófono. Vestía de traje oscuro. Junto a él se encontraba un maniquí,
cubierto por completo con una tela blanca. Y al lado del podio se puso una
mesita, con una pequeña urna funeraria sobre ella.
- Estamos aquí para recordar no sólo a un brillante intelectual, sino a un
hombre cuya gran calidad humana le valió ganarse el cariño de todos...
Frente a Pavel se extendía un auditorio casi lleno en su totalidad. En
el medio del mismo se encontraban cuatro jóvenes danzantes, vestidos a la
usanza prehispánica; uno de ellos tenía el rostro de Michael.
Unos cuantos metros detrás de ellos, estaba una joven vestida de luto,
sentada en una silla plegable, como de directora de cina. Era Sylvia.
- De todos es sabida la gratitud del maestro Guerrero hacia ésta, su alma
mater.
Sylvia buscaba algo en el interior de su bolso.
- Esta universidad vio desarrollarse en su seno a uno de sus más lúcidos
hijos.
Sylvia, indiferente, sacó lo que parecía una pistola calibre 22. Era un
encendedor muy kitsch. Lo utilizó para prender su cigarro, ya acomodado en la
pitillera. Pavel la observaba con incomodidad.
- Todos sus alumnos estamos en deuda con él...
Pavel detuvo su discurso un momento. Observó firmemente a Sylvia. Ella
no se inmuto, se hizo la desentendida y continuó su actividad. Los danzantes
seguían atentos a las palabras del conferencista.
- ...Su actitud hacia la vida no es sino su herencia póstuma, su legado
académico. Sus enseñanzas han quedado plasmadas indeleblemente en nuestros corazones.
Sylvia tiró un poco de su ceniza en el suelo, con el donaire de una dama
a la que todos consideraban en proceso de doble duelo y por ende, locura
temporal duplicada.
Pavel hizo un ademán hacia su público.
- Nuestros compañeros indígenas, aquí presentes, no me desmentirán: el
maestro Rogelio Guerrero siempre recalcaría una y otra vez en todos aquellos
congresos y simposios, sobre la gran sabiduría olvidada de nuestro México
Profundo.
- Sylvia se removió algo incómoda en su asiento. De verdad que trataba
de poner atención, al tiempo que se arqueaba, muy derecha.
- Por ello hicimos una colecta de llaves para mandarlas fundir.
Sylvia bostezó, y su ademán de cubrirse la boca fue demasiado notorio.
Sabiéndose el centro de la atención, echó su hermoso cabello hacia atrás, con
actitud desafiante.
- De los generosos donativos de los jóvenes universitarios, la planta
académica y nuestros compañeros administrativos, logramos reunir la cantidad de
metal suficiente para así llevar a buen término nuestra meta.
Pavel colocó una mano sobre la tela que cubría el maniquí.
- Pido un aplauso no para el profesor… ni para el pensador… sino para el
amigo… el compañero conocido en vida como Rogelio Guerrero.
Pavel levantó la sabana de un tirón. Descubriendo la figura de un
maniquí idéntico al difunto profesor; pero a los ojos de Sylvia, sólo había un
muñeco articulado de madera, similar a los utilizados por los dibujantes, pero
en gigante.
Aplausos nutridos del público asistente. Sylvia no aplaudió. Los
danzantes se levantaron de sus lugares y empezaron a bailar. Pavel se limitó a
observarlos unos instantes.
- Así es
como celebramos, maestro Guerrero, tu partida. Tus cenizas serán esparcidas en
el campus universitario, tal y como lo pediste. Tus enseñanzas quedaran plasmadas
en los libros publicados, en los artículos escritos. Nadie mejor sino tu propia
hija para dirigir las palabras finales de este homenaje.
Pavel extendió las manos hacia donde se encontraba Sylvia. Ella se
irguió y caminó muy lentamente hacia el podio. Se detuvo exactamente en medio
de los danzantes. Estos continuaban con sus movimientos. Miró al maniquí y
luego a Pavel. Éste le hizo una discreta seña para que se acercase. Ella lo
seguía mirando. Pavel, molesto, le hizo una seña más evidente. Ella retomó aire
y reanudó nuevamente la marcha, imaginándose a sí misma en cámara lenta.
Silencio unos instantes. Ella acotó, seca.
Rogelio Guerrero, el antropólogo social, ha hecho una gran labor
cultural. Próximamente les haremos llegar los tirajes de su obra póstuma,
recopilada por el más sobresaliente de sus discípulos — Señaló a Pavel — el
Licenciado PucTek. Les agradezco a todos su presencia en la develacion de esta
estatua, en el Paseo de los Hombres Ilustres de esta casa de estudios.
Pavel comenzó a aplaudir, solitario. Ella permanecía en el podio,
inmóvil. El tomó la urna y se la entregó solemnemente, a Sylvia. Ella colocó
sus manos sobre la urna, pero no la recibió; retiró las manos de la caja, dio
la media vuelta, y bajó del podio.
— Lleva a cabo su última voluntad. Esparce sus cenizas en el campus —
dijo ella.
— Pero tú eres su hija — Respondió Puk.
— Él no especificó quién quería se encargara de eso.
— A él le habría gustado que tú lo hicieras.
— Tú me conoces mejor que nadie. Podría esparcirlo en algún lugar poco
adecuado... sin querer.
Puk colocó nuevamente la urna sobre la mesa.
— Si quieres llevarlo contigo entenderé.
— Si me llevara las cenizas a mi casa... las utilizaría para endulzar mi
café — dijo ella con toda naturalidad.
— Por Dios, Sylvia. ¿Nunca vas a perdonarlo?
— Hubiera sido un buen abono para mis petunias, pero ya se secaron —
aclaró ella, desde su propio mundo.
— ¿Siempre le guardarás rencor?
— A la caja del gato le hace falta un cambio de arena…
La paciencia de Puk estaba llegando a su límite.
— ¿No entiendes? ¡Está muerto! ¡Su influencia en tu vida ya se ha
desvanecido!
Ella sólo lo vio directamente a los ojos, aunque sin mirarlo.
— Con razón te reprobaron en psicología en la prepa. Físicamente ya no
está presente, eso no necesariamente significa que no siga viviendo aquí —
Dijo, señala su propia frente — o allí — y señaló el corazón de Puk, imitándolo
en farsa — Porque,“Sus enseñanzas han quedado plasmadas indeleblemente en
nuestros corazones”. ¿O no, Licenciado Pavel PucTek, el más sobresaliente de
sus ahijados académicos?
— Por favor Sylvia. El protocolo luctuoso termino hace diez minutos.
— ¿Entonces podemos quitarnos las caretas y enfrentar la realidad?
— Yo no tengo puesta ninguna máscara. Admiré realmente al profesor
Rogelio. Lo sigo admirando.
— Tú conociste únicamente su lado amable. No vivías con él.
— Tal vez, pero yo conviví con el Maestro en la academia muchas horas
más que tú con él en la vida cotidiana.
— Pues ojala te entreguen una medalla por eso — Y añadió con dulce
ironía — “Por medio de la presente, la Universidad Cosmopolitana certifica: el
Maestro en Ciencias Pavel PucTek es el heredero universal de la cátedra de
Antropología Indígena impartida anteriormente por el desaparecido Doctor
Rogelio Guerrero”. ¿Te parece, eh?
Pavel Puk dio media vuelta, emprendiendo el camino de regreso hacia la
urna.
- Salve oh, futuro Doctor PucTek. Ilustre nuevo representante de la
corriente Guerreriana de la Antropología Social.
Pavel
hizo una seña inocente. Ya no le importaban las palabras de la desquiciada de
Sylvia. Ella comenzó a reírse, un poco neuróticamente. Luego salió del
auditorio. Pavel llegó hasta la urna y se apoyó en ella, mortificado.
XII
Aquella noche, en su habitación Sylvia tuvo un sueño lucido, producto de
las benzodiacepinas recetadas por el psiquiatra de la universidad.
En su fantasía onírica, Sylvia se encontraba sentada en el escritorio
que otrora ocupara el doctor Rogelio. En la pared del fondo los cuadros de
Diego Rivera habían sido sustituidos. Ahora estaba repetido dos veces un cuadro
de Rene Magritte: “Las Vacaciones de Hegel”.
Del lado opuesto del escritorio, Puk estaba sentado en otra silla. Ambos
tomaban café instantáneo en tazas de porcelana. La urna del profesor estaba en
el medio del escritorio, abierta. Sylvia introdujo su cuchara a la urna. Sacó
algunas cenizas y con ellas endulzó su café.
— Fuiste sacrificada por una causa en la que nunca tuviste que ver. —
Dijo Pavel.
— Tanto se acercó a nuestros queridos inditos que me pregunto si no he
de tener algún medio hermano o hermana de carita redonda, piel morena y pelos
de escobeta. —Respondió Sylvia.
Pavel también se servía de las cenizas de la urna para endulzar su
bebida.
- Pues podría ser, hay cosas de las que nunca te enteraste.
Sylvia hizo un ademán a Puk, indicándole que se detuviera.
— Dejémoslo así, prefiero no enterarme… — Removía el café
— ¿Sabes qué hice con sus litografías de Diego Rivera? Las queme. Ahora son
cuadros de Rene Maggrite los que adornan las paredes de la sala. — Él miró los
cuadros. — Sí, ya lo sé. Son mundos tanáticos, irreales. Papá los llamaba
“masturbaciones mentales”…
…Pero a mí me gustan y ahora nadie los va a quitar. Lo mismo hice con
sus compactos de Moncayo y de música andina. Ya no más el odioso “Huapango”, ni
la maldita“Noche de los Mayas”. Sus vinilos con música de protesta los he roto
uno por uno.
…Desde ahora sólo se escucharán en esta casa los éxitos de música pop
europea. Igual hice con sus jarritos de Tlaquepaque.
…. ¡Estamos estrenando vajilla de porcelana!
— Permíteme felicitarte por tus refinados gustos, Sylvia. ¿Más azúcar?
— Una cucharada nada más por favor. No quiero amargar demasiado mi café.
Puk le sirvió un poco más de las cenizas del doctor Guerrero.
FIN de “Bajo la Sombra del Maestro”
No hay comentarios:
Publicar un comentario