Ella
siempre quiso saberlo todo, moderna y femenina versión de Fausto; lo malo es
que le sería concedido su deseo no por el precio de su alma, sino el de su
razón misma. Brianda era una chica de actitud oscura, y de una clase media ya tendiente
a la baja; su padre era un médico de modesta fama (a punto de encarar una
demanda por negligencia), y su progenitora una contadora (a punto del despido
de una tienda departamental, por llevar dobles libros).
— La
única herencia que te podremos dejar, será una buena educación— decía su padre mientras se rasuraba con su navaja de
barbería, y al mismo tiempo pensaba seriamente en cortarse las venas.
— El
dinero se termina, pero el conocimiento es una inversión que reditúa a largo
plazo— pontificó su madre, después de darle un beso de despedida y antes de
darse a la fuga.
Tal
vez por todo lo anterior Brianda mostraba un comportamiento introspectivo y
meditabundo (sus padres la modelaron de esa manera, y ella ya venía con un
bagaje genético que se acopló perfectamente a las circunstancias en que vivía).
— Si
las reencarnaciones son ciertas, entonces tal vez yo fui Sor Juana en otra vida—
fantaseaba la gris joven, en el medio de su gris y monótona vida, que estaba a
punto de despeñarse en el vórtice del desastre. “Hombres necios que acusáis a la mujer sin
razón”… declamaba en silencio, sin articular sonidos.
— En
todo, caso, yo sería la Anti-Décima Musa – se dijo a sí misma, mirando en el
reflejo de un aparador cercano su vestimenta oscura, misma que acostumbraba
usar desde que adoptó la actitud “darketa” al término de la escuela secundaria.
— Lo
que te hace falta es un buen revolcón – le decían las amigas más cercanas,
alarmadas de los estados semiautistas en que luego se enclaustraba Brianda.
Tal
vez si la joven hubiera aceptado el noviazgo que le ofrecía aquel muchacho de
cara triste (compañero de la escuela), ella no habría caminado sola por ese
parque lleno de jipis posmodernistas, que buscaban la iluminación entre las
briznas del humo de sus cigarros, forjados en una hierba prohibida; pero
Brianda anduvo sin compañía por ese lugar, y entre las veredas se topó con un
hombre aparentemente charlatán que le leería la mano a cambio de unos pesos.
“No le saques, no le saques, te digo La Verdad…”
— Se
nota que estás pasando por broncas muy gruesas, chava… ¿Qué es lo que buscas
realmente? – Le preguntó aquel quiromante con genuino interés, justo después de
leer su mano.
— Quiero
saberlo todo – respondió ella, enfática.
— ¿Todo? ¿Por qué?
— Por
que no tengo otra cosa qué hacer, tal vez; o porque no tengo otro remedio… para
saber dónde demonios estoy parada.
— “El
amor es la respuesta a todas las cosas” – argumentó el hombre, sometiendo a
prueba a su clienta.
— Eso
que me dices está basado en un lugar común, mi estimado… guárdatelo para los
ingenuos que quieran respuestas sencillas– dijo Brianda.
— A
veces la verdadera Verdad es demasiado insoportable – replicó el otro,
mirándola fijamente.
— Creo
que puedo llevar el peso de ella sobre mis hombros – aclaró la chava, sin
dudarlo.
— Así
sea entonces… (Dijo él, colocando la palma de su mano sobre la de ella y luego
retirándola) Tal vez allá (señaló una librería cercana) encuentres una
respuesta… Y son cien pesos — finalizó.
Brianda
se incorporó, sin darle la menor importancia a los comentarios del hombre que
leía a cambio de unos billetes, el futuro escrito en las manos; luego caminó rumbo
a la fuente más cercana, donde la estatua de un par de alertos coyotes velaba
los sueños alucinógenos de los ocupantes de los sicodélicos jardines dispuestos
en derredor.
Y al
apoyar las manos sobre el granito de la fuente, Brianda se dio cuenta. Al
principio pensó que era el calor de la piedra lo que le hizo retirar las manos
de manera casi automática; pero el día era más bien nublado, así que no habría
manera de que el sol hubiera calentado la sólida superficie de la estatua. Se
frotó las manos debido a la sensación sufrida hacía unos segundos, y al mismo
tiempo supo toda la historia detrás de esa fuente, de todas y cada una de las
vidas cuya fuerza de trabajo se había concretado en esa construcción
en particular; de hecho, recordó que había una copia exacta de esa misma varios
kilómetros más adelante, en una transitada glorieta. Lo curioso del asunto es
que hacía años que no se paraba en ese rumbo… ¿por qué acordarse ahora, en este
preciso momento, que había dos ejemplares de la misma fuente en diferentes
lugares?
Brianda
comenzó a sentirse acalorada; tal vez era el abrigo de terciopelo negro que
traía encima de sus ropas lo que estaba provocándole esa sensación abrasadora
tan molesta que le recorría todo el cuerpo; o a lo mejor era la pequeña
pastilla de éxtasis que había colocado bajo su lengua hacía casi cuarenta
minutos, antes de llegar al parque. Sin darse cuenta, la chica se encaminó
hacia la librería que anteriormente le señalara el adivino. Refugiándose en la
sombra, tal vez encontraría un poco de alivio.
Al
traspasar el umbral, Brianda recibió el aire acondicionado con deleite, y con
un suspiro, paseó su vista entre los diversos libros del local. “Tantos
títulos, tan poco tiempo”, se lamentó. Caminó entre los pasillos evitando tocar
a la gente (que ahora le daba asco sobremanera, más de lo usual); pero no fue
sino hasta que los dedos de sus uñas esmaltadas de negro rozaron sin querer un tomo
fuera de su lugar, cuando la asaltó de nuevo aquella sensación de ardor, que
provenía precisamente de aquella región de su piel que había estado en contacto
físico con el impreso. La joven desandó el camino y observó fijamente el libro
que en particular le había quemado.
— ¿Es
bueno? – Preguntóle a Brianda una señora de edad, que tomó entre sus palmas,
con toda naturalidad, aquel montón de hojas impresas.
— Presenta
un punto de vista bien documentado sobre la caída del Tercer Reich, pero el
autor lo que busca en realidad es… explotar el morbo de la gente alrededor de
las atrocidades cometidas en los campos de concentración— informó Brianda sin
dudar.
— Caray,
usted hace que el tema suene tan interesante, jovencita – dijo la señora, llevándose
el tomo – Gracias por la información.
Mientras
la viejecita se alejaba rumbo a la caja, un temor comenzó a generarse en la
boca del estómago de Brianda; ¿cómo podría ella saber de qué trataba un libro
que nunca había leído, cómo podría hacer una crítica tan precisa sobre las
verdaderas intenciones del autor, si nunca había oído hablar de éste? Cerró lo
ojos y pensó “debo haber escuchado todo eso en alguna parte”, refiriéndose a la
sinopsis crítica que acababa de realizar de manera tan espontánea, hablando
como si fuera una experta en el tema. La resequedad de su boca comenzó a hacerse
más y más molesta, por lo que se dirigió a la cafetería del lugar a comprarse
una botella de agua, de la reconocida y elitista marca conocida como “naive”.
Cuando
recibió el cambio de un cajero indiferente en apariencia, al breve contacto con
las manos de éste (previa sensación flamígera), ella pudo ver en un instante el
pasado y presente del individuo; supo que ese joven de bigotito incipiente venía
de una familia tan mediocre como la de ella, que su sueño era convertirse en
poeta maldito, y lo mejor, que él la había deseado desde el primer momento en
que la vio. “Tal vez el hombre que leyó mi mano me transfirió algún tipo de
poder de lectura, o algo así”, pensó, divertida.
Brianda
colocó su mano sobre el mantel de cuadritos de la mesa en donde se encontraba
sentada, y de inmediato supo de la armonía de fuerzas que reinaba entre los
átomos que conformaban la tela; armonía que evitaba que aquel retazo de algodón
coloreado no explotara cual bomba nuclear, borrando del mapa no sólo a aquel
parque lleno de jipis pus‑modernos, sino a toda la ciudad (donde se encontraban
a su vez las dos fuentes de coyotes vigilantes). Y eso que siempre había sido
muy mala en física de partículas.
Absorta
se encontraba descubriendo las maravillas del movimiento aleatorio de las
moléculas de su botella de agua cuando se le acercó un niñito indigente
a todas luces indígena para pedirle unas monedas; para mala suerte de
Brianda, el pequeño había llamado su atención poniendo insistentemente sus
dedos sobre la mano de la joven, por lo que ella en un instante supo de una
historia más desgarradora que cualquiera de las que se hayan presentado en
cualquier reality show de la televisión; el niño provenía de una familia de inmigrantes
guatemaltecos cuya aspiración a una vida mejor había acabado por estrellarse en
la pared de la crisis económica. Inclusive pudo ver el futuro que esperaba a
ese pequeño pordiosero, muriendo adentro de una coladera dentro de tres años,
asfixiado con la bolsa donde aspiraría cemento por última vez.
— A
veces La Verdad es demasiado insoportable — le había advertido el quiromante.
Brianda
salió tan rápido como el decoro se lo permitía (había que guardar un poco las
apariencias al menos), y se encaminó en busca del hombre que tan arteramente la
había traspasado aquel don, que comenzaba a tornarse verdaderamente en una
maldición. Mientras llegaba al otro lado del parque, donde quiera que sus manos
se posaran, sufriría aquella sensación de quemadura previa al conocimiento del
objeto que tocara, sin importar que tan anodino e insulso fuera: un poste que
fue pintado por un hombre cuya esposa lo abandonó por el jefe de éste; una reja
cuyo metal provenía de una fábrica propiedad de un hombre adicto a la cocaína;
la hoja de una planta que sintetizaba luz solar en sustancias azucaradas;
moléculas del aire contaminadas con smog proveniente de un auto que pagó
cohecho para pasar la verificación; ondas hertzianas invisibles que transmitían
mensajes eróticos escritos para teléfonos celulares… para cuando Brianda
llegara a donde consultara al adivino, éste ya se había retirado; en su lugar
se encontraba un policía montado. Ya no había manera, al menos por ese día, de
deshacerse de aquella molesta facultad que la habían impuesto; mortificada, en
un movimiento inconsciente, iba a llevarse una mano a la frente, pero de
inmediato se detuvo, pues al breve contacto de sus manos estaría a punto de
conocerse a sí misma y eso la asustaba más que nada en el mundo.
Aunque
después de todo, Brianda, la pequeña Sor Juana Dark, ya no tenía nada que
perder; su mundo estaba a punto de resquebrajarse, como una pista de hielo que
se rinde ante la presión ejercida en exceso,
como si no hubiera tierra firme que la sostuviera y las lozas del piso
comenzaran a precipitarse en una cascada suspendida en el vacío… con un par de
progenitores fracasados (además de mediocres, cobardes, y corruptos hasta la
médula de los huesos)… y una incipiente juventud que se le estaba yendo de las
manos a la velocidad de un día a la vez.
Entonces
la muchacha tomó plena conciencia de que se encontraba en un parque lleno de
jóvenes igualmente desesperanzados, todos embarcados en un viaje más de fuga
que de auto conocimiento; la diferencia es que ellos recurrían a una planta
ancestralmente conocida, y ella a un moderno producto químico, sintetizado en
laboratorios clandestinos… “Al menos yo estoy más actualizada”, se dijo a
manera de consuelo.
Así
que la joven que todo lo sabría al toque de sus manos, tocó su propia frente,
soportando el intenso ardor que literalmente le abrasaba las palmas; vio su
propio cráneo como retratado por rayos equis, la masa rosada de su cerebro
palpitante, y la corriente de energía que circulaba a través de sus neuronas…
cerró los ojos tratando de convertir en palabras aquel fluido químico eléctrico
aparentemente caótico, y poco a poco escuchó a su propia voz interior recitar
una especie de monólogo en tercera persona, reflejo del reflejo de la
información que circulaba de su frente a sus manos: “Ella siempre quiso saberlo
todo, moderna y femenina versión de Fausto; lo malo es que le sería concedido
su deseo no por el precio de su alma, sino el de su razón misma…”
FIN
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