viernes, 24 de septiembre de 2010

Sobre la objetividad de la imagen en la época de la manipulación digital.




Un viejo adagio popular pregona que “una imagen vale más que mil palabras”, y probablemente sea cierto. Esta expresión tiene su origen en los ideogramas del Lejano Oriente, donde efectivamente, el lenguaje escrito está estructurado para transmitir visualmente, en un solo golpe de vista, un determinado concepto (en contraste con nuestra lectura‑escritura, que es lineal y secuencial).

Sin embargo, el dicho anterior, representativo de la “sabiduría cotidiana”, también se ha aplicado ingenuamente: en particular al hecho fotográfico, y en general a la presencia del fenómeno de la imagen. ¿Cuántas veces no hemos caído en la trampa de la pipa plasmada por Maggrite, que desde el lienzo nos advierte “Esto NO es una Pipa”?

Es decir: lo que está pintado es la representación iconográfica de un objeto, no el objeto en sí mismo ¿Cuántas veces hablamos, por convención, por comodidad, o por ingenuidad, sobre la “realidad” de la imagen impresa de un objeto, confundiéndola con el objeto mismo? Nótese que esta amonestación proviene de la pintura, no del ámbito de la fotografía.

De ahí ya sólo se necesita un pequeño brinco conceptual para identificar a la imagen impresa (o proyectada, en el caso del cine) con la objetividad, con la verosimilitud de los objetos. De ahí que ciertos reporteros gráficos, y varios lectores, empiecen a creer que las fotos que “ilustran” la noticia escrita, son más verosímiles que el texto que las “explica”; porque de lo escrito, siempre sospechamos de la—intencional o no—subjetividad e interpretación del autor.

¿Pero quién podría dudar de la objetividad del ojo de la cámara, que no recurre más que a la aplicación de un fenómeno lumínico-químico?

Después de ver las “maravillas visuales” de la película Forrest Gump, dirigida por R. Zemekis, uno comienza a caer en cuenta de la trampa cognoscitiva que la imagen fotográfica plantea. Si el actor Tom Hanks puede platicar con el otrora presidente Richard Nixon, o si el popular cantante mexicano Manuel Mijares puede hacer un dueto con el fallecido ídolo Pedro Infante, ¿cómo diantres se podrá ahora confiar en los registros visuales‑documentales como hechos inobjetables y libres de la contaminación autoral?

Si la foto de una actriz en edad madura puede ser maquillada digitalmente para disimular (o exagerar) el paso del tiempo, ¿dónde queda la supuesta credibilidad de la imagen impresa? Cuidado, éste es un síntoma de que los los signos andan sueltos, y se andan aparejando unos con otros, haciéndonos creer que somos los dueños de la situación.

¿Quién nos asegura que los arqueólogos del futuro no interpretarán de manera errónea las supuestas evidencias visuales que encontrarían en una lata de la película de “Forrest Gump”? ¿Quién nos asegura que la etiqueta de ficción no se despegará del carrete en algún momento, pasando a ser este filme, por accidente u omisión, un documental de época o una biografía fidedigna para las generaciones posteriores?

Tanto un buen fotógrafo como un camarógrafo de mediana experiencia, saben que la construcción de la imagen posee una serie de artificios que (implícita o explícitamente), le van dando forma al mensaje visual: desde el encuadre, que abstrae una parcela de la realidad para ser capturada; o el ángulo de la toma, que aumenta o disminuye el grado de importancia del retratado; así como el tipo la iluminación, etc., los cuales son pasos previos a la captura de la imagen. Y ahora podemos agregar a lo anterior la serie de efectos posteriores al revelado de la misma, mediante la manipulación digital.

Los artistas y artesanos de la imagen recibirán con albricias estas nuevas tecnologías, pues (aquellos que puedan pagar o piratearse estos programas informáticos) podrán tener un abanico más amplio en su paleta de expresión; pero, ¿quién nos dice que dichos avances tecnológicos se usarán siempre con fines éticos, moralmente aceptables? ¿Recuerdan la película “Wag the Dog”?

Orwell, en su distopia futurista “1984”, nos plantea un mundo que está “reescribiendo su pasado”, de una manera acorde a los intereses de los individuos que detentan el poder en ese momento.

Bueno, pues, bienvenidos a una era donde podemos grabarnos a nosotros mismos platicando con nuestro personaje favorito del cine (siempre y cuando encontremos el segmento apropiado para insertar nuestra presencia) y donde podemos colocar nuestros rostros besando la foto de nuestra(o) modelo favorita(o), o suplantar con nuestro rostro el cuerpo de aquella persona que siempre criticamos por ser “superficial”, pero que en el fondo siempre envidiamos por el perfecto cuerpo que tiene... Únicamente es cuestión de convencer a nuestra celebridad favorita para que se deje “capturar”, con la pose adecuada, en una foto con la super cámara digital que acabamos de adquirir.

Sólo esperemos que conservemos en algún lugar recóndito de la mente, el recuerdo o la conciencia de la falsedad de tales imágenes… porque si no, terminaremos por volvernos víctimas de nuestras propias mentiras, atribuyéndoles a esas engañosas imágenes un sentido de objetividad que nunca tuvieron.

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